miércoles, 25 de octubre de 2006

La más bella tragedia griega

No recuerdo bien mi última publicación. Sé cuándo fue, y sé lo que escribí, porque sigue ahí publicada. Pero no me recuerdo escribiéndolo.

Ha llovido mucho. No ha llovido lluvia, que buena falta haría; pero ha pasado de todo. Hemos tenido un añito fructífero ya que han salido bien las cosas académicamente hablando. Otras cosas no han salido tan bien, obviamente. Algunas, en concreto, no podían haber salido peor.


El sol le alumbraba de pasada sobre el borde del castillo de proa. La mañana, aunque nublada, empezaba a tomar color y el soldado se iba espabilando sobre los fardos que le habían servido de camastro tras la última guardia. Y lo de las guardias no era por gusto: hacía sólo dos días se habían topado con unas galeras inglesas que con muy malos modos les habían demostrado la poca simpatía que por ellos sentían. Les faltaron brazos a los esclavos para salir por patas, pero el viejo galeón español había sufrido graves daños en las velas y el costado. Por suerte, nada en los mástiles. Pero la velocidad de navegación era ahora mucho menor, y la amenaza de una nueva emboscada les hacía tomar precauciones como las guardias nocturnas.

‘Por fin tierra, compadre’ decía un camarada. Tras bordear el golfo de Cádiz y atravesar transversalmente el estrecho de Gibraltar, el viejo galeón se aproximaba al poco lujoso puerto de Motril, en la costa tropical granadina. Al poner los pies en el suelo, parecía como si la Tierra se moviera a traición, hecho el soldado al vaivén de la mar. Atrás quedaban las matanzas en la guerra. Dentro de poco también quedarían atrás los piojos, las chinches, la suciedad en todo el cuerpo. Pero antes había que llegar a Granada. No obstante, y teniendo en cuenta cómo estaba antes el soldado, el largo y tedioso viaje en barco y el aparatoso trayecto hasta Granada desde Motril no suponían nada, suponiendo que el final fuera el deseado.

El paisaje de su infancia otra vez ante sus ojos. Los interminables campos de olivos, los riscos de piedra desnuda, el sol traicionero de mediodía,... eran muchos los recuerdos que volvían a su mente. Había empezado una nueva vida y daría su piel por que todo llegara a buen puerto, por que todo lo malo de ese pasado que ahora le venía en forma de recuerdos jamás se volviese a repetir.

Anochecía. Las luces se vislumbraban a lo lejos, a veces tan cercanas que parecían ser alcanzables con las manos, a veces tan lejanas que parecían totalmente inaccesibles, a cientos de años luz de ese lugar. “El suspiro del moro” estaba lo suficientemente elevado y embrujado para permitir este juego de contradicciones.

Cuando el soldado se bajó del carro junto a la Catedral, los faroles de las calles daban haces de luz sobre los viandantes. Sobre los escasos viandantes, caída ya la noche sobre la ancestral ciudad de Granada, último reino nazarí, legado de los ocho siglos de cultura y existencia árabe en la región, con la Alhambra como testigo presencial de la reconquista católico-cristiana, los restos de los reyes reconquistadores en su Capilla Real, el palacio del emperador Carlos I de España y V de Alemania y la impactante Catedral renacentista de Diego de Siloé. Todo enclavado entre montañas, con el pico Veleta observando siempre desde las alturas.

Ciudad peligrosa donde las haya, de calles sinuosas y oscuras, no era muy recomendable andar a tales horas vagando en solitario. El soldado era dado en armas como obliga su profesión, y llevaba su espada militar al cinto, con la daga maltrecha de los últimos combates y un pistolete que le robó a un inglés. Este último, cebado y cargado, por si las moscas.

Y se dieron las moscas, vaya si se dieron. No tenía más remedio que pasar por ahí, por la Alcaicería, entre la Capilla Real y la cara izquierda de la Catedral. No había otro sitio. Y ahí mismo le asaltaron. Cinco hombres. ‘No es un buen momento, joder...’ se dijo para sus adentros. Y antes de que el embozado de más a su derecha iniciara lo que podría haber sido una interesante conversación sobre lo valioso que el soldado llevara encima, le descargó este el pistolete al pecho, a bulto y bocajarro, a lo seguro. No dio tiempo a que la pistola tocara suelo cuando ya tenía espada y daga y lanzaba estocadas largas de punta y a ciegas, buscando bulto como con el disparo, y dándose algo de holgura y espacio ya que el callejón de por sí lo hacía todo más difícil. Huelga decir que los asaltantes no eran menos, y buscaban el más mínimo hueco para lanzarle estocadas como diablos. Viéndose aviado, se agarró al clavo de los milagros y lanzó un tajo horizontal que fue a dar en la gorja del de más atrás. ‘Virgen Santa, a meter pies...’ se dijo, viendo que los dos asaltantes que cortaban retirada hacia la plaza de la Catedral estaban en el suelo (uno con un pistoletazo en el pecho; el otro con la garganta abierta en dos). Pero no era el día del soldado. No podía salirle bien la cosa, no sería típico de él. ‘Los milagros son para las obras de teatro’ le había dicho un camarada. Y ahora lo estaba descubriendo en sus carnes. El colega del pistoletazo en el pecho se había revuelto sobre sí mismo sacando la daga y provocándole un corte en el muslo al soldado que le dejaba sin posibilidad de retirada.

Ya se le venían los tres (el del pistoletazo tenía otro agujero más, este en la cara), y el muslo derecho le dolía a horrores. ‘Toca vender cara la piel, amigo’. Una estocada de punta muy baja, fallida. El de su derecha cerrándole con todo, el del medio con tajos a ciegas, el de la izquierda buscándole los riñones,... le quedaba poco. Un último pensamiento se le pasó por la cabeza: al toro. No lo pensó más. Puso la daga por delante, para dañar y cubrirse, y entrando a matar con la valentía fatalista de los toreros pasó de lado a lado al de su izquierda. Se revolvió y sacó la espada tajando de revés y abriéndole el pecho al del centro. ‘Pardiez, que sólo queda uno en pie...’. Sí, pero él ya estaba citado con la puta de la guadaña. En la estocada fatal al de la izquierda, el novato que tiraba a ciegas le había atravesado el coleto por el costado, el riñón perforado seguro, y el pulmón también por los silbidos que se escuchaban al respirar. Después, los silbidos fueron borbotones, burbujeo, la vista se le cansó. Perdió el equilibrio, pero tiró tres estocadas con sus respectivos golpes de daga, y en varias ocasiones sintió la dureza de los músculos y los huesos. ‘A la mierda todo...’. Apoyó la espalda en la pared de la Catedral. Intentaba respirar poco para posponer lo inevitable. La guadaña ya asomaba por el callejón, pero se negaba a aceptarlo. De alguna forma se sentía vivo, sabía que ninguno de los cinco hideputas habría sobrevivido; pero no podía acabar bien. El camino, la nueva vida. Los campos de olivos, el sol traicionero, el viento en la cara. Podía haber salido bien. Pero no fue así...

No fue así. Siempre la misma historia. No fue así y todo acabó digno del final de la más bella tragedia griega.

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